Inicio de los 80: la tienda, a pesar de sus pequeñas dimensiones, tenía mucha clientela. No era autoservicio sino que todo lo despachaba el que estaba por dentro del mostrador. Así que éste debía ser muy rápido. Aun así, alguna clienta solía impacientarse. Se mascaba la tensión. La tienda servía, además, de lugar de reunión y conversación para muchas vecinas mientras esperaban a ser atendidas. En ocasiones había más gente hablando que comprando. Debíamos tener mucha Mano Izquierda. A pesar de esto, era muy divertido.
A finales de uno de esos veranos, a papá se le ocurrió la brillante idea de cerrar el bar una semana. Desde que se casó no había cogido vacaciones. Se lo merecía. ¡Qué alegría disfrutar de él!
Sin embargo la tienda permanecía abierta. Venía nuestro Tío Federico, por aquel entonces teniente del ejército, con el carácter que su profesión requería. él se quedaba como responsable del negocio. Su primer día transcurrió así:
“Rafa, a pintar el bar. Y tú Paco, a limpiar la cocina, que yo me encargo de atender en la tienda y de todo lo demás”, dijo con voz de mando. Él creía que aquello iba a ser “coser y cantar”.
Poco a poco se le fue llenando la tienda de clientes, de los que compraban y de los que no.
“¿Usted va a comprar? ¿No? pues venga. Saliendo. Sólo quiero aquí dentro los que vayan a comprar. Las tertulias a la plaza…”
Ni caso.
“Oiga, no se siente encima de las cajas de leche, ¿las está calentando o qué?”
Y seguían entrando clientas…
“¡No toque la fruta si no la va a comprar! ¡Por favor!”
No aguantó más… y resignado:
“¡Rafa! deja de pintar ya, y ven a atender a esta gente. ¡No hay quien pueda con ellos!
Vaya semana pasó el pobre. Lo curioso, y que dice mucho de su generosidad, es que durante muchos veranos se prestó para lo mismo.
¡Gracias Tití!